Estuvo escuchando, prestó toda la atención que le fue posible. Pero no entendió, no pudo comprender. Ella ni siquiera parpadeaba, convencida de que sus argumentos eran irrebatibles, segura de si misma, de que no hay nada ni nadie que le pudiera contradecir. Porque ella jamás se equivocaba, no podía aunque quisiera. La equivocación estaba fuera de su alcance.
El callaba, que otra cosa podría hacer si no. Sólo alguna lágrima recorría su mejilla y ella, sin que una dulce sonrisa pudiera abandonar sus labios, la recogía. Le decía que no había por qué preocuparse, todo estaba resuelto, no era posible la vuelta atrás. Y volvía a repetirlo cuando a falta de palabras eran las lágrimas de él las que hablaban.
El tiempo pasaba lentamente, y lentamente su voz se iba apagando. Dentro de él ya no surgían preguntas, ni tan siquiera la del porqué de todo esto. Todo carecía de importancia cuando lo único importante para él era ella, siempre lo había sido. Pero ella no lo veía así. Se acercaron aún más y ambos se fundieron en un abrazo sin final. Ya no le quedaría nada de ella, sólo el recuerdo.
Dejó resbalar unas últimas lágrimas. Y aquella soledad de la que habían huído invadió todo su ser, para no abandonarle más que en la encrucijada de algún sueño.
Aún hoy, cuando mira en la noche a la más pequeña y perdida de las estrellas, puede sentir su dulce sonrisa acariciando su mirada.