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Servilletas de papel

A tu lado

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A tu lado

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La caricia de su mirada

La caricia de su mirada Estuvo escuchando, prestó toda la atención que le fue posible. Pero no entendió, no pudo comprender. Ella ni siquiera parpadeaba, convencida de que sus argumentos eran irrebatibles, segura de si misma, de que no hay nada ni nadie que le pudiera contradecir. Porque ella jamás se equivocaba, no podía aunque quisiera. La equivocación estaba fuera de su alcance.

El callaba, que otra cosa podría hacer si no. Sólo alguna lágrima recorría su mejilla y ella, sin que una dulce sonrisa pudiera abandonar sus labios, la recogía. Le decía que no había por qué preocuparse, todo estaba resuelto, no era posible la vuelta atrás. Y volvía a repetirlo cuando a falta de palabras eran las lágrimas de él las que hablaban.

El tiempo pasaba lentamente, y lentamente su voz se iba apagando. Dentro de él ya no surgían preguntas, ni tan siquiera la del porqué de todo esto. Todo carecía de importancia cuando lo único importante para él era ella, siempre lo había sido. Pero ella no lo veía así. Se acercaron aún más y ambos se fundieron en un abrazo sin final. Ya no le quedaría nada de ella, sólo el recuerdo.

Dejó resbalar unas últimas lágrimas. Y aquella soledad de la que habían huído invadió todo su ser, para no abandonarle más que en la encrucijada de algún sueño.

Aún hoy, cuando mira en la noche a la más pequeña y perdida de las estrellas, puede sentir su dulce sonrisa acariciando su mirada.

Lola

Lola Llevaba un tiempo yendo a su casa por motivos semiprofesionales, visitas que al final acabaron siendo de pura amistad. El vivía con Lola, y Lola era un tanto especial. Según me confesó a Lola le costaba aceptar nuevas amistades. Era un poco reacia a salir de su mundo, de su círculo de amigos.

Al principio no me contó mucho más de ella, solo me dejaba caer algún que otro detalle de vez en cuando. Imaginé muchas veces el aspecto de Lola y que haría encerrada en aquella habitación durante el tiempo que yo permanecía en esa casa.
Siempre, cuando entraba en su casa y mi mirada se perdía en el final del pasillo, en dirección contraria al despacho donde trabajábamos, me decía que no me preocupara, que ella acabaría haciéndose a mi y yo a ella y que nos conoceríamos.

-En realidad -me dijo- a Lola le encanta la gente, y que la gente le dé cariño. Y añadió sonriendo: –Hareis buenas migas

Un día, al abrir la puerta, me guiñó un ojo, y me dijo con voz susurrante:

-Miguel, creo que ha llegado el momento

-¿El momento? –repetí entre sorprendido y asustado.

- Si, el momento. El momento de que Lola te conozca y que tú conozcas a Lola.

El mundo se me cayó encima. Nos dirigimos hacia la puerta del fondo del pasillo, aquella puerta tras la cual estaba Lola. Aquella puerta en la que Lola se encerraba cada vez que venía algún extraño, cada vez que yo venía.

-¡Espera! –me dijo sobresaltado. –Se nos olvida una cosa.

Se dirigió a la cocina y después de unos breves instantes regresó con una magdalena en la mano.

-Ten. Cuando yo te diga se la das a Lola. No te preocupes, tu tranquilo, no te hará nada.

Abrió la puerta, justo lo necesario para pasar él sólo, cerrándola inmediatamente. Y allí me quedé yo, temblando y con una magdalena en la mano.
Después de un par de minutos la puerta se abrió y una bestia se abalanzó sobre mi (yo diría que directa a mi yugular) mientras yo cerraba los ojos y me encogía sobre mi mismo, muerto de miedo. Abrí los ojos y pude ver a Lola rugiendo levantada sobre sus patas traseras mientras su dueño sujetaba firmemente la correa que tensaba su cuello. Era una preciosa y terrible perra.

Ya os conocéis –me dijo él. –Ahora faltan las presentaciones

Señalando la magdalena me hizo un gesto para que se la diese a la perra. Primeramente me acerqué despacio, calculando cada paso, sopesando cada movimiento. Lola al ver la magdalena se calmó totalmente incluso giro su boca esperando coger el presente que yo le ofrecía más fácilmente. Ni siquiera rozó mi mano. Se la comió relamiéndose y una vez terminada se quedó mirándome mientras su dueño acariciaba su poderoso cuerpo. Ese era el método que usaba para acercar a gente nueva a su perra.

Después de aquel día cuando visitaba la casa, Lola no se encerraba en su cuarto y poco a poco, muy lentamente, le fue permitido acercarse a mí. Primero siempre con su dueño interponiéndose entre los dos y tiempo después la dejaba acercarse a mi. Lola fue comportándose como un perro amigable e incluso se dejaba acariciar, aunque yo nunca le perdí el respeto ni el miedo.

Un día que me quedé solo con Lola durante un buen rato ocurrió un pequeño incidente. La perra empezó a acercarse y a mordisquearme sin parar. Yo intentaba alejarme de ella sin conseguirlo. Del sofá pasé a una silla, de la silla a un sillón, y acabé de pie en un rincón de la habitación.

Lola estaba completamente levantada sobre sus patas traseras, con las delanteras apoyadas en la pared, sobre mí. Su cuerpo hacía ese movimiento cadenciosamente obsceno, adelante y atrás, acercándose y alejándose de mi pobre persona. Intenté empujarla con las manos horrorizado pero cada vez que lo hacía ella intentaba morderme. Yo no sabía que hacer para salir de esa situación tan absurdamente ridícula y terrible. Por fin pude gritar a su dueño, que entró en la habitación al cabo de un momento. Nos miró a los dos riéndose. Llamó a su perra y la apartó de mí. Intentó tranquilizarme diciéndome que no me preocupara, que a Lola le encantaba hacer eso. Lo remató diciendo que yo le debía haber caído muy bien. A mi no me hizo ninguna gracia.

Tardé un tiempo en mirar a los perros con la indiferencia a la que estaba acostumbrado anteriormente.
...y en cuanto a Lola ...nunca volví a acercarme a ella y poco después dejé de ir a su casa.


Salvajes

Salvajes Estaba leyendo el periódico y mirando de reojo el televisor cuando pude ver la noticia de otra llegada de inmigrantes subsaharianos en patera. Hombres, mujeres y niños que llegaban desfallecidos a la costa. No le habría prestado mucha atención. La fuerza de la costumbre hace que estos dramas humanos que se repiten día a día dejen de ser noticia. Iba a seguir con mi lectura cuando me sorprendió reconocer la playa donde estuve en mis últimas vacaciones en el mar.
Al parecer el video había sido grabado por uno de los propios bañistas que lo cedió a la televisión. El video mostraba la llegada en patera de inmigrantes subsaharianos con varios bebés. Resulta curioso ver a los pobres inmigrantes venidos del tercer mundo llegar exhaustos a la playa y a los habitantes del primer mundo, desnudos, ayudándoles. La patera había ido a parar a una playa nudista.

El comentarista no hizo mucho chascarrillo de la situación, pero en una de las mesas cercanas a la mía un par de señoras mayores no perdían detalle. Una de ellas tenía cara de habérsele roto los esquemas al ver a los negritos vestidos y a los blancos desnudos. ¿No se suponía que eran los negritos del África los que iban desnudos por la selva? Seguramente eso le decían de pequeña. Eran tiempos en que los negritos solo estaban en la selva y no llegaban en barcas a las costas españolas. Ni por ensoñación se podía pensar que sería habitual verles por la calle como ahora, o tenerles de vecinos. Como mucho eso solo pasaba en las películas americanas. En aquellos tiempos se decía que había que ayudar a los negritos por que no tenían ni para vestirse (suponían que esa era la única razón de que fueran por la selva como Dios los trajo al mundo). Y ahora ellos, los pobres negritos, llegaban vestidos y nosotros, los españoles europeos, los recibimos en cueros. Pobre señora.

Mientras veían a los desnudos bañistas ayudar a los pobres inmigrantes una de las dos señoras se sonreía y ante algún comentario desaprobatorio de la otra le dijo:

–¿a ti no te gustaría bañarte y tumbarte al sol en la playa desnuda?

–¿A mi? –dijo la señora– ¿como si fuera una salvaje? ¡¡Pero que cosas tienes María!! Estas cosas antes no pasaban.

La amiga, María, se reía para sus adentros y seguramente se alegraba de que las cosas hubieran cambiado y que si uno quiere comportarse como un "salvaje" pueda hacerlo libremente.

De todas maneras, vestidos o no, estos pobres negritos siguen siendo eso, pobres.

Carmen, enfermera

Carmen, enfermera Hoy he ido al médico. Nada importante, a buscar un papel. Aunque después de estar más de una hora allí esperando me empezaron a entrar todo tipo de males. Estos males suelen agruparse en lo que se llama “síndrome de la sala de espera de la seguridad social”. Se caracteriza por sudoración, cabreo, mala leche y deseos incontrolados de gritarle cosas feas a alguien.

Mientras estos síntomas iban en aumento vi desfilar por delante de mí a una viejecita que llevaba un paquete con pinta de contener una tarta. Tenía como destino la enfermera del médico. Esta la recogió con su típica sonrisa, dio las gracias a la viejecita y le dijo que no hacía falta que se hubiera molestado. Después de despedirse afectuosamente la buena señora cruzó la sala de espera diciendo entre dientes: “¡Qué maja es Carmen, qué maja es! Se lo merece todo.” Carmen es el nombre de la enfermera.
Esta misma escena se repitió posteriormente dos veces más, primero una viejecita del mismo estilo que la anterior que le llevó lo que parecía ser una bandeja de pasteles y luego un anciano, que al igual que la primera señora llevaba una tarta.

Debió ser que ante mi cara de asombro un señor mayor sentado enfrente de mí me aclaró que hoy era la Virgen del Carmen, y que algunas personas mayores solían traerle un regalo a la enfermera. Generalmente unos pastelitos.

–Vaya entonces, ya lleva tres entregas –le dije por decirle algo–.

– ¿tres? Con esta que yo haya visto van cinco, hijito. –me dijo mientras se reía– Es que tu llevas poco tiempo esperando aquí. Y lo más gracioso –me dijo guiñándome el ojo– es que estos viejos que traen pasteles no saben que Carmen es diabética.

Me quedé con la duda de porqué la enfermera no se lo decía a los viejecitos. También me pregunté que haría esta mujer con los pasteles si no podía comerlos, y si ese sería el motivo de que entre enfermo y enfermo, mi médico tardara hoy tanto tiempo en llamar al siguiente paciente. Cuando por fin me tocó mi turno, no les pregunté, me limité a felicitar a la enfermera por su santo. Siempre hay que llevarse bien, sobre todo con alguien que puede pincharte.

Mesa para dos

Mesa para dos El siempre se sentaba en la mesita del fondo, al lado de las revistas y los periódicos. Solía venir a este café más o menos a la misma hora. En este local hacían el mejor café de la ciudad y el ambiente era agradable. Podía leer toda la prensa y ojear innumerables revistas.

Ella se sentaba en una mesita no muy lejos de la de él. Tenía aspecto de mujer culta y elegante. A ella también le gustaba leer la prensa del día mientras tomaba un café. Cuando se levantaba a por uno de los periódicos había veces que su mirada se cruzaba con la de él. En aquellas ocasiones se ofrecían una sonrisa a modo de saludo. Es como si se conocieran de toda la vida, aunque nunca hubiesen hablado. Casi siempre coincidían los dos a la misma hora, en las mismas mesas. Ninguno recordaba cuanto tiempo llevaban yendo a ese café, ni cuando descubrieron la presencia del otro.

Ella se levantó como solía hacer para buscar uno de los periódicos que estaban al lado de él. Se cruzaron las miradas como tantas veces, y como tantas otras veces se sonrieron amablemente. Esta vez ella tropezó y estuvo a punto de caer. El se levantó inmediatamente y se disculpó por la torpeza de haber dejado su nuevo bastón en un lugar tan inadecuado. Ella no recordaba haberle visto nunca con bastón, aunque desde hacía días le había parecido que cojeaba un poco. Aceptó sus disculpas y restó importancia al incidente. Se quedaron unos momentos mirándose sin decir nada, hasta que él, indeciso, le ofreció sentarse en su mesa. Ella sonrió y aceptó. Y tras un momento en el que no supieron que decir, él cogió sus manos y le confesó que hacía años que quería que algo así hubiera pasado.

Desde la barra yo les había estado observando, como solía hacer siempre. Uno de mis clientes se fijó en la pareja y me dijo son sorna:

-Mira esos viejos, ¡si parecen dos tortolitos!

Le contesté sin dejar de mirar a los ancianos:

- Son los clientes más antiguos que tengo. Llevan viniendo aquí desde que abrí el local hace años.

La pareja no dejaban de mirarse mientras hablaban de lo humano y lo divino. Recordé como casi todos los días venían a tomar café y se sentaban en las mismas mesas. A esas horas nunca hay mucha gente en el local y además yo siempre les había reservado secretamente las mismas mesas y había impedido que otros clientes se sentaran en ellas cuando alguno de los dos se retrasaba. A partir de ahora solo les reservaré una mesa.

El pagó las consumiciones y me dejó una buena propina. Se despidió de mi hasta mañana. Salieron del local agarrados del brazo y se alejaron lentamente, pues el cojeaba un poco y todavía no dominaba el bastón.