El mar de mis primeros recuerdos sabe a Santander. Conocí el mar allí con cuatro o cinco años. Mis siguientes y únicos encuentros con el mar fueron en esa misma ciudad, allí lo volví a ver, lo volví a oler, pero no fue hasta los doce años en que lo volví a saborear. Mis cortas visitas siempre fueron en invierno, un invierno más templado que el que dejaba en casa.
Aquel verano pasé un mes con mi familia, sin mis padres. Me sentí una persona adulta viajando solo, fue mi primera vez. Y al final del viaje, como siempre, después de contemplar las montañas y el verde, mis ojos buscaron el azul. Y esa vez con más ansiedad, por que sabía que iba a poder hacer realidad mi sueño de volver a bañarme en el mar.
Tardé varios días en convencer a mis primos, mayores que yo, para que me llevaran a la playa. Me decían que el tiempo no acompañaba. Una tarde por fin lo hicieron, pero no por que se apiadaran de mi, sino por que habían quedado con unas amigas. Ese verano empecé a comprender muchas cosas, y a dejar atrás otras.
Recuerdo haber recorrido todas las playas durante lo que a mi me pareció una eternidad, buscando a sus amigas. Yo miraba al mar y preguntaba:
"¿ya?, ¿nos ponemos ahí?" Y ellos decían:
"no, espera a ver. Tenemos que encontrarlas" Por fin dijeron:
"Ahí están". Y ahí estaban ellas, en una sombra, algo alejadas de la orilla. A mi me dieron una colleja y me permitieron ir a bañarme. Salí corriendo y me fui quitando la ropa por el camino. Sin pensarlo me tire al agua, de ese mar con el que había soñado tantas veces.
Con la emoción y el ansia desbocada tragué agua por la boca y la nariz. Pero no fue eso lo que más me molestó. Fue el sabor del agua de mar. No reconocía su sabor, me desagradaba. Me desagradó tanto que salí inmediatamente del agua. Estaba acostumbrado al sabor del cloro de las piscinas y al agua "poco límpia" de mi río.
Volví cabizbajo a reencontrarme con mis primos y las chicas, recogiendo desconcertado la ropa que había dejado por el camino. Al verme volver me preguntaron extrañados si ya me había cansado tan pronto. Solo les dije:
"sabe mal" y me miraron como quien mira a un bicho raro. Solo una de las chicas, acariciándome la cara, me dijo:
"pobrecillo".
No sé por qué, pero me gustó la forma en que me lo dijo mientras me acariciaba. Me gustó casi tanto como su sonrisa.
En todo el mes que permanecí en Santander solo volví a bañarme otro día, justo al final de mis vacaciones. Una sonrisa y un pelo largo me acompañaron. El mar sabía de otra manera.